martes, 18 de mayo de 2010

Nigiri de lluvia

Selección de los relatos presentados al concurso de Artes Multimedia Rendibú'10, organizado por La Verdad Grupo Multimedia

El perro tiene una mirada casi humana. Me observa desde las sombras del callejón, sus huesos gritándome, tan obvios sobre su piel dálmata. Es grande pero parece diminuto; sus patas flaquean y me dice con la mirada que no espera más de la vida. Me agacho, reajustando el paraguas sobre mi hombro mientras extiendo mi mano hacia él. No nos movemos por un buen rato, el espacio rellenado por el sonido de la lluvia sobre las calles y los edificios y mi paraguas. Al final se rinde, del todo, entregando su destino a mí. Le acaricio la cabeza, le rasco detrás de las orejas y creo ver la sombra de la esperanza en su mirada de perro humano.

Dejo que me siga a casa.

He colgado sus fotos en la pared del escritorio. Me encanta fotografiar perros y éste ha resultado ser un gran modelo. Las fotos cuentan su historia, la evolución: desde los primeros días de convivencia, cuando aún llovía, con su mirada triste y sus costillas marcadas hasta los días soleados de este mayo caluroso, cuando me mira con su sonrisa canina o cuando duerme tranquilo al sol del balcón de mi pequeño y desordenado piso. Apoya su gran cabeza en mis piernas cuando trabajo en el ordenador, por las noches, con el sonido de la ciudad mezclado son bandas sonoras nocturnas y pienso que hace muchos años que no me siento tan en paz conmigo mismo.

No le gusta el olor del tabaco. No suelo fumar, salvo en ocasiones especiales, con la música casi inaudible, en mi balcón. Él resopla y se va al salón, mirándome con reproche. Cuando apago el cigarro vuelve conmigo y yo le rasco detrás de las orejas como ese primer día y sonrío por los dos.

Me gusta mucho esta ciudad, sobre todo en estas horas donde en otros sitios sólo había silencio. Mi madre me dijo, «para qué quieres irte tan lejos?'», cuando anuncié mi intención de venir a vivir a Tokio. Era verano y había acabado mi carrera de diseñador gráfico, además de tener unos cuantos títulos como fotógrafo. Estábamos sentados en el porche de nuestra pequeña casa de madera, donde habíamos vivido desde que mi padre murió. Yo tenía veintidós años entonces. Estaba atardeciendo y los grillos ya cantaban a nuestro alrededor. Ella llevaba un vestido rosa, ligero, bonito como ella.

«He sido muy feliz contigo, pero sabes que soy como papá. No me contento con vivir siempre viendo las mismas paradas de autobús, las mismas caras en los mismos lugares. Quiero probar algo radicalmente diferente y Japón parece justamente eso»,' le dije. Ella me sonrió, tierna, con entendimiento de madre. Me abrazó con sus suaves brazos y yo inhalé ese olor de madre que siempre tuvo.

Ryu me ladra, seguramente notando mi cambio de humor. Le sonrío, diciéndole con la mirada que no pasa nada. Me gusta pensar que me entiende a la perfección, igual que yo le entiendo a él. Aunque eche de menos a mi madre y su delicada belleza, sé que no querría vivir de otra manera y me siento feliz, a pesar de la nostalgia.

Me gusta el frío de la madrugada. Da igual la época del año, siempre habrá frío acariciando mi piel en las horas calladas. Ryu se ha acostumbrado a estos extraños paseos donde yo le sigo a él, sin correa. Me gusta no saber a dónde voy, ver sitios diferentes cada vez. Una mañana acabamos en un templo y oímos desde fuera la primera oración del día. Creo que lloré. No por ninguna razón en especial; simplemente me pareció un sonido hermoso, las voces de los monjes entonando, con el cerezo en flor sobre el cielo azul-grisáceo de la madrugada. Posé mi mano sobre la gran cabeza de Ryu y compartimos uno de esos pequeños momentos que son más grandes que nosotros y a la vez, sólo un detalle.

Déjà vú. Es un día de esos raros de lluvia de verano y me encuentro parado de pie, con mi paraguas, enfrente del mismo callejón donde encontré a Ryu, que está ahora en el piso. La lluvia le deprime; tal vez se acuerde de su vida antes de estar conmigo.

Hay una persona tirada en el callejón. Es un joven japonés; tendrá unos cuatro o cinco años menos que yo. Lleva un uniforme de instituto superior. Está tumbado de lado, con la corbata medio deshecha, la mochila mojada, la camisa blanca manchada de sangre. La imagen me choca. Incluso me parece hermosa. Le fotografío, con cuidado de no mojar la cámara, y en el mismo instante en que cierro el obturador, sus ojos se abren, ojos de lobo salvaje. Parece que Ryu y él tendrían que haber intercambiado miradas.

«¿Qué mierda&helliphaces..?», un gruñido, una amenaza.

«Fotografiarte. Pero ya que estás despierto, no hace gracia. Esa foto será la única. ¿Llamo a una ambulancia?»,' le pregunto.

«No&hellipoyaji se enfadará…»,' dice, antes de perder la consciencia otra vez.

Tomo una decisión.

Ryu observa al intruso con desconfianza. Nota que no es algo normal, porque yo tampoco estoy tranquilo. Está sentado junto a mi cama, donde he tumbado al chico, mirándolo alerta. Si el chico se moviera, creo que hasta le atacaría. Alterna su mirada entre mí, como preguntándome qué está pasando, y el chico.

«No podía dejarlo ahí tirado», le digo al perro. Resopla y vuelve a vigilar al chico. Tenía cortes de navaja en el pecho, que he vendado torpemente y ahora está durmiendo con el ceño fruncido.
Miro su mochila y decido no rebuscarla para encontrar algo que me diga su identidad. Creo que se enfadaría si lo hiciera. Prefiero esperar a que se despierte y dejar que las cosas ocurran como tengan que ocurrir. Me llevo a Ryu, cerrando la puerta de la habitación y me dispongo a trabajar.
Pasan dos horas en las que me dedico a mirar fijamente la pantalla del ordenador.
«El secuestro es un delito, ¿sabes?».

Me doy la vuelta para ver al chico de pie en el salón, brazos cruzados y mirada desafiante pero con un ligero tono humorístico aun así. Ryu está de pie a mi lado, gruñendo levemente, pero sabe que es mejor no hacer nada sin que yo le deje. Le acaricio la cabeza para que se calme.

«No iba a dejarte ahí tirado y no es que te haya atado a mi cama. Tu camisa estaba destrozada; puedo darte una de las mías para que te vayas ahora mismo, si quieres. O puedes quedarte y contarme qué ha pasado e incluso te puedo hacer la comida, que ya va siendo hora de cenar»,' le digo. Nos miramos un buen rato sin decir nada; yo observo su pelo negro y liso japonés, su piel semi-morena, su posición alerta, sus ojos oscuros. El observa mi apariencia de extranjero, con mi pelo castaño claro, corto y revuelto, mi barba de dos días, mis ojos grises como la lluvia de mis déjà vús.

«Que raro eres. Quiero ramen»,' me dice a regañadientes, apartando la mirada. Yo no puedo evitar reírme; es bastante mono, el crío. Le revuelvo el pelo de camino a la cocina (casi perdiendo la mano en el proceso).

Cuando vuelvo al salón con dos boles de ramen humeantes, está sentado en el sofá rascando a Ryu, que parece más que contento. Me sorprende que haya podido caerle bien tan rápido; a raíz de su pasado, supongo, el perro siempre ha sido muy desconfiado con los extraños.

«Este perro es genial. ¿Cómo se llama?»,' me pregunta. El también parece más calmado.

«Ryu. ¿Cómo te llamas tú? Yo soy Julien», le digo mientras soplo a mi ramen. Él ya está comiéndose el suyo como si no hubiera probado bocado en bastante tiempo.

«Yuki. Y no te rías, aunque sea nombre de chica. Mi madre era un poco rara», me responde.

«¿Era?»

«Murió. Vivo con mi padre, que es un cabrón alcohólico que además debe dinero a los yakuza.
Normalmente puedo con ellos, pero hoy me han pillado mal. Por eso estaba así cuando me encontraste»,' me dice. Yo dejo de comer y le miro por un buen rato. No se da cuenta hasta que ha terminado su comida.

«¿Qué miras?»,' me dice defensivo.

«A ti. ¿Me dejas echarte unas fotos, luego?'».

Nos volvemos a mirar durante un buen rato sin decir nada. Accede al final, sonrojándose. Decido esperar un poco para intentar besarle; tal vez cuando nos conozcamos mejor, dentro de algún tiempo. El vendrá a verme ocasionalmente, buscando compañía y verá la tele acariciando a Ryu mientras yo trabajo o le miro y tal vez pasado un tiempo demos otro paso sin nombre. Seguro que a mi madre le cae bien; vendrá conmigo a visitarla a Francia en Navidad y tal vez se venga a vivir conmigo una temporada, cuando termine el instituto, antes de encontrar su propio piso.
Pero, de momento, me contento con fotografiarle en mi balcón, en la noche sonora de Tokio.

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