lunes, 12 de octubre de 2009

Perros

por David Cantero el 11 Oct 2009 | URL Permanente


"Ojala me hablara aún así, como ahora hace con ese árbol, como un día hizo conmigo. Pero me he ido convirtiendo en un animal viejo, impedido, estúpido y perezoso, casi siempre de malas pulgas, sin ganas ya de corretear o menear el rabo, lamer o jugar.

Hace ya tiempo que cada tarde, al caer el sol sobre el escueto jardín, mi amo se sienta en el banquito de piedra que hay junto a un gigantesco pruno y le cuenta, con o sin palabras, lo que tal vez nunca haya contado a nadie, siquiera a mí, lo que ya no se atreve a decirse a sí mismo o recordar.

No debe quedarle mucha vida. Cuando un hombre habla y siente así es fácil deducirlo. Y créanme que lo siento, ¡le he amado tanto! Llevo a su lado más de doce años, muchos para un perro. Tampoco a mí debe quedarme mucha vida.

Sé casi todo de él y él sabe casi todo de mí, o debería saberlo. Todo lo que hemos vivido, todo lo que hemos sentido, todo lo que hemos amado, anhelado o despreciado juntos. Hace ya mucho tiempo se estableció entre nosotros esa rara simbiosis que, dicen, a veces se da entre canes y amos, hasta incluso hacernos parecidos física y anímicamente.

Lo sé. Se estarán preguntando como un perro puede llegar a escribir una historia, por escueta o simple que esta sea. Antes de seguir, debo contarles que hace ya algún tiempo empecé a sentirme algo entre bestia y hombre, a ser, tal vez, un eslabón a medio camino entre esos dos estados del alma y de la carne.

Primero fue, ¿cómo decirlo?, una rara e insípida sensación, una emoción inofensiva, una fantasía inconsistente que podía bien doblegar con el juego o con el sueño profundo. Luego llegaron infames estremecimientos y dolencias, pesadillas y alucinaciones menos maleables. También los que creí insignificantes pero incipientes cambios corporales.

Vista, olfato y oído empezaron a mermar, algo que en principio achaqué al inexorable paso del tiempo, a la edad, a la mala salud que suele traernos. Pero la torpeza y la confusión fueron en aumento de forma alarmante. Los dedos de mis pezuñas empezaron a estirarse, a retorcerse; las patas también y se hicieron pesadas como enormes huesos de vaca, apenas me sostenían.

Engordé desmesuradamente y una rara flojera me fue invadiendo hasta anclarme, consumiendo casi todo mi brío. Mis antes anchas y erguidas orejas fueron menguando hasta convertirse en dos ridículas e inútiles protuberancias.

Perdí casi todo el pelo, lo que, aparte de otras muchas molestias, me deshonró terriblemente. Mi antes sonrosada piel cambió de tacto y de color, haciéndose grisácea, ajada y mortecina. Estar tumbado, una de mis grandes aficiones y mis mayores consuelos, fue descubriéndose un suplicio. Día tras día necesitaba, cada vez más, erguirme en una postura humillante y ridícula, mantenerme en pié y caminar sobre mis tardas zancas traseras, o sentarme sobre un escaso culo, como un maldito ser humano, me decía torturándome aun más.

Comencé también a experimentar tristezas y anhelos, ansiedades y desasosiegos, hasta entonces desconocidos. El pensamiento se disparó en mi hasta entonces indiferente y precaria mente, haciéndola presa de raras ideas, de febriles reflexiones y temores, de representaciones tenebrosas y absurdas, de un millón de preguntas sin respuesta que me torturaban hasta el aullido. Jamás hasta entonces me las había hecho más allá de ¿cuándo se come? o ¿cuándo se sale a pasear?

Una larga, lenta y compleja metamorfosis que, creo, aun no ha concluido y que sigue punzando hasta en estos vagos recuerdos que ya deseo abandonar. Les ahorraré muchos de los macabros detalles de la doliente permuta. Lo peor de todo fue empezar a temer a la muerte. ¿En eso consistía ser un ser humano?, me preguntaba, ¿en hacerse una y otra vez interrogantes para los que no hay contestación?, ¿en torturarse constantemente ante la posibilidad de dejar de existir? Más tarde aprendí que no se trataba sólo de eso, que ser hombre era algo mucho más lúgubre, insoportable y complejo...

Antes, cuando era completamente perro, me sentía capaz de expresar todo con una mirada, con un suspiro, con un jadeo, con un entreabrir de boca, con un chasquido de dientes o unos latigazos de cola. Desde esos días en que se inició la mutación, pobre de mí, comencé además a precisar de las palabras, esas que tantas veces escuché de la voz de mi amo, las que nunca llegué a comprender, aunque entendiera su sentido de forma peregrina.

Aun no soy capaz de pronunciarlas, mi garganta sigue aun condicionada por mis torpes ladridos, por aguzados aúllos o graves ronquidos. Pero lo intento con ahínco, casi con desesperación. Me gustaría hablarle, decirle, explicarle, pero tal vez solo conseguiría darle espanto...".


http://blogs.rtve.es/telediario/2009/10/11/-p-class-msonormal-st

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